El caso descrito es singular. En primer lugar, es extraño, aunque no infrecuente, que se conceda un préstamo para adquirir un inmueble (no se especifica si se trata de vivienda o no) y, en vez de constituirse una hipoteca sobre el inmueble adquirido, se constituya sobre la vivienda de un tercero (hipotecante no deudor).
Que un acreedor acceda a sustituir una garantía inmobiliaria real, la más estable, en principio, por otra garantía real pero prendaria (un depósito —entendemos que bancario— por importe de 60.000 euros), siendo posible, tampoco es frecuente. Cabe, como hipótesis, que se haya amortizado una parte sustancial del préstamo, y el acreedor prefiera la garantía de un depósito, el cual, si el crédito pignorado se encuentra en posesión de la propia entidad, es fácilmente realizable en caso de impago de la obligación principal.
Se afirma, literalmente, que se “cambia” una garantía (la inmobiliaria) por otra (la pignoraticia), aunque, contradictoriamente, posteriormente se determina que subsisten ambas garantías. Más que “cambio”, propiamente, habría una yuxtaposición de garantías, en claro beneficio del prestamista. El deudor estaría encantado, es obvio, pues serían dos los garantes que asegurarían al prestamista el buen fin de la operación. Lo que habría que preguntarse es qué puede mover a una persona a responder de una deuda ajena y poner en juego el propio patrimonio total o parcialmente (las razones pueden ser muchas, pero no las vamos a desarrollar ahora).
Nos choca este exceso de celo del acreedor, que si no ha incurrido con esta conducta en un abuso de Derecho podría estar cerca de ello [véase el art. 82.4.d) del Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias].
Por otra parte, que el valor del inmueble sea superior al importe del crédito (la famosa relación entre el valor de tasación y el importe del crédito —“loan to value”—) es la situación óptima, de ahí que las buenas prácticas bancarias (y la normativa hipotecaria y contable aplicable a las entidades de crédito) aconsejen que el importe del crédito, desde el minuto uno, es decir, desde la formalización de la operación, no sea superior al 80% del valor de tasación, en beneficio tanto del prestamista como del deudor.
Dicho todo lo anterior, el garante pignoraticio no tiene posibilidad, como criterio general, de liberar unilateralmente el crédito pignorado, a salvo de que el propio contrato de préstamo contemple esta contingencia expresamente al alcanzarse, por ejemplo, un determinado umbral temporal (el transcurso de x años desde la firma del contrato) o cuantitativo (la amortización del 25%, por ejemplo, del crédito).
José María López